Una
sociedad que entierra la sardina pero que es incapaz de ayunar ha enfermado,
bulímica, de abulia. Se atiborra de fiestas y de ritos cuyos sentidos ha
reducido al absurdo. Es capaz al mismo tiempo de maravillarse de la abstención
anoréxica de Bartleby y burlarse, condescendiente y perezosa, de la abstinencia
escatológica del Santo Bebedor. Mientras se zampan solomillos los viernes de
cuaresma, con su buena conciencia apóstata e ignorante, los filisteos claman humillantes,
como si se tratase de las lujuriosas mariscadas que apetecen y engullen otros
días, contra el pescado hervido y cotidiano de quienes, creyentes, aplacan y
moderan sus deseos en medio del potente y estridente silencio que les envuelve.
Festejan y brindan los Epulones que trafican las migajas de sus lazarillos con
su blanqueado evangelio ahíto de banquetes y lechos espumosos. Satánicos, exigen
creer y convertirse a él con sus sonrisas depredadoras. Desprecian, por
agoreras y funestas, las lágrimas del perdón y del arrepentimiento que han
proscrito y que han prohibido enjugar. Como, embriagados y violentos, han reducido
la gracia a un derecho que reclaman furiosos y malhumorados, resulta
intolerable el recuerdo edénico, original, de que polvo somos y al polvo
regresaremos. A cada cual lo suyo.
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