Impasibles
y abotargados, los filisteos mascan los relatos mientras hacen con ellos tensos
globos con el que desean convencernos -y, de paso, convencerse- de que sus
emociones son efectivas y afectivas. La redundancia es aparente. En tanto que efectúan una fantasía la despojan de
toda realidad que no sea meramente una sensación confusa y pegajosa. Como
arácnidos tejen una red de palabras disparatadas y apretadas en que enredan y esclavizan
a sus clientes, a sus votantes, a sus fieles. No importa tanto sostener un
discurso equilibrado cuanto lograr que ocupe el máximo posible de espacio
-institucional, social, cultural, cada vez más virtual-. Que sea razonable es irrelevante,
y hasta contraproducente. Basta que sea irrebatible en sus propios términos. De
este modo, toda objeción puede ser considerada ofensiva. En consecuencia, toda disidencia debe ser tratada como delincuencia
y, como tal, tipificada legalmente. Se precisa a toda costa compactar y
simplificar las bolsas de resistencia que pudieran quedar. Resulta fundamental
despojar al sujeto de cualquier condición que no sea atributiva. Propongamos un
ejemplo de esta innoble y sofística lógica del relato: el buen maestro corrompe
a los jóvenes; luego debe ser indiscutible que quien corrompa a los jóvenes será
un buen maestro.
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