8/10/17

Vox populi, vox dei.


Inicio una corta serie, dispersa y arbitraria, sobre locuciones latinas que, tras ser sobadas y prostituidas a fondo, empiezan a quedar herrumbrosas. No hay que olvidar que, en sus ratos de ocio, al filisteo le agrada practicar con la cultura el proxenetismo. Con tanto trote el mundo clásico ha quedado, como el juego del bridge, un tanto demodé. Sus pretensiones suelen ser tan absurdas como para sostener que la observación empírica de la realidad obliga a atenerse a su verdad. No obstante, al filisteo le gusta emboscarse en los lugares comunes para deformar y corromper cualquier rastro de bien que les hubiese quedado adherido. La belleza, si no es kitsch, le pone histérico. Hábilmente niega la negación para colar como verdad la imposición de su voluntad. Primero rebaja a minúscula, despersonaliza, la divinidad. Después la reduce a atributo por medio de una analogía facciosa. Si la voz del pueblo es la de un dios al que se entierra en una urna, el pueblo es un dios, impotente y descreído, que susurra oracularmente enigmas en forma de votos. ¿Quién es su Sibila, su Profeta? El Empresario audiovisual que atiborra la laberíntica boca de nuestro Minotauro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario