12/9/17

Derecho a la felicidad.


Inicio una serie dedicada a la diabólica trinidad legal que forma la férrea dogmática, tanto más insustancial cuanto más inflexible, de nuestra descreída época. Los derechos naturales iban acompañados de los deberes de cada uno para con su prójimo. El derecho a la vida arraigaba en el deber de no matar. El derecho a la propiedad, en el deber de no robar. La obvia regla de oro de no hacer al otro lo que no quiere uno para sí exigía descubrir en aquel el contorno del propio rostro. El derecho positivo ha invertido los términos. Su ejercicio requiere regular los deberes de los otros para con uno. Dado que toda teleología ha desaparecido, la felicidad no es un estado que se alcanza tras esfuerzos, renuncias y purificaciones que abarcan una vida, sino que es la condición de posibilidad previa para que merezca la pena vivir. Debe ser garantizada y repartida distributivamente, por razones (pre)políticas de paz social. Una exigencia tan demencial de felicidad obliga a regular las excepciones de las excepciones de la norma que, cancerosamente, descubre angustiada la insatisfecha necesidad de su polimórfico deseo. Yo no soy otro. El otro es mi amo.

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