Es ésta
la exquisita y celebrada táctica hispánica del choque de carneros. Si das un
paso atrás, estás perdido. Si das un paso al frente, dejas el culo al
descubierto. Si te apartas, no tiene gracia. Se trata de no ser arrollado o de
descuernarse ante la mirada sedienta de la manada que admira y reconoce sólo a quien triunfa. Uno de
los tópicos infumables sobre el carácter español insiste en que somos
individualistas y anarquizantes. Falso. Con resentimiento, con angustia, la
tópica envidia nacional añora el magma indiferenciado, caótico, de la campal
tribu íbera. Somos un país de curas y guardias
civiles que detesta mirarse en el espejo. Nuestro sentido democrático se basa
en el ¡por cojones! de las mayorías o no y en el ¡que nooooo! de las minorías o sí. ¡Y a callar! Entre risotadas, por descontado. De lo que se trata es de
ganar, porque, desolador, su único premio es la supervivencia. Entre el “¡qué
se ha creído éste!” y ser tirado por un barranco hay una línea estrechísima que
las infectas estrategias pedagógicas del diálogo enmascaran y retrasan, pero que
apenas logran conjurar. Aquí no solemos hacer prisioneros.
30/9/17
22/9/17
El dinero no da la felicidad.
Como
si hubiese que espantar el mal fario, vocalícese entre dientes,
apresuradamente, que el
dinero no da la felicidad,
antes de entonar, con maquinal entusiasmo, que lo primero es la salud, la
familia y, tal vez, los amigos. Por este orden, tan devaluado metafísicamente,
como inconteniblemente inflacionario. Piénsese en el modelo transgénico de
ninfas sintéticas diseñadas pret-à-porter,
en edición venal e ilimitada, y de sus pocholos olímpicos esculpidos a estilete,
en gimnasios o clínicas de belleza.
Polígama, autoconceptiva, la(s) familia(s) se multiplican y se disuelven con
cruces insospechados, en éxtasis momentáneos y crónicas tristezas, acuciadas
por deudas, custodias y denuncias, provisionales y vigiladas judicialmente en
régimen compartido de bienes separados. De los trescientos amigos y followers de las redes sociales, entre
anuncios personalizados, mendigamos un emoticón, un retuit o una ubicación que
permita confirmar, fantasmal, la única identidad, digital, que nos queda. ¿Cómo
no seguir invirtiendo tanta felicidad en la renta variable de nuestra alienada
cotidianeidad? De acuerdo con la lógica consumista de la no no contradicción, que hace equivaler su hacer con ser, la
conversión de esta proposición cuestiona de hecho su verdad, pues la felicidad
que cuenta, familiar, amistosa o sanitaria, debe producir dinero, dinero,
dinero…
14/9/17
Derecho a una muerte digna.
Desde
la Revolución Francesa ha constituido un destacado asunto público buscar el modo más humanitario de ejecutar
toda suerte de presos. Habiendo dejado atrás el oscurantista e inquisitorial
Medievo, lleno de tenazas, garrotes y potros, se han diseñado métodos modernos para
descabezar, achicharrar, gasear o inyectar venenos a criminales, comunes o no, en
entornos asépticos y silenciosos, lejos de cualquier fanatismo religioso y en
favor de una concepción cada vez más depurada y garantista de la Justicia o de
la misma Revolución. Salvar el alma de un hereje mediante
el fuego resulta un crimen abominable. Arrancar las uñas o electrocutar los
genitales de un terrorista es motivo de sesudos debates en seminarios internacionales de expertos en ética aplicada. A efectos de conmutar tan
horrendos paralelismos, nuestro humanitario filisteísmo está instigando la
inclusión democratizadora de un nuevo crimen en los códigos penales occidentales: la
enfermedad, la nueva -y demasiado cara- herejía del siglo XXI. Puesto que creer
en la vida eterna es un residuo de infantilismo, ¿quién en su sano juicio podría
resistirse a ser despachado de manera indolora cuando sobre productivamente? Por su
bien, usted -o quienquiera- firmará complaciente su (in)digna sentencia de muerte.
13/9/17
Derecho a decidir.
La invocación
a este espeluznante derecho es una contradicción en sus propios términos. No es
el derecho el que precede a la decisión, sino que decidir introduce, con el
derecho, la ley de la Caída. Adán y Eva padecieron el peso del pecado al
transgredir la prohibición paradisiaca. Renunciaron a su derecho en favor de la
decisión. La historia es el epítome repetido de ese acontecimiento único. ¿Quién
niega la necesidad de decidir, que, por encima de toda consideración, es un acto moral? Sólo la infantilidad
roussoniana reclama la protección de poder reinaugurar el mundo sin asumir las
consecuencias (in)morales de la decisión caída. Derecho a decidir significa
resolver, a resguardo, sobre la vida, la propiedad y la libertad de los otros.
Con bisturí, con tanques o con votos, tanto da. En la arena imperial, la ley del
gladiad@r garantiza decidir por sí mismo, imperial, si su semejante merece
llegar a vivir o no, si puede poseer en paz o serle arrebatado el fruto de su
trabajo, si puede restañar o vengarse de las heridas de su Tradición. El
derecho a decidir es el orgasmo monstruoso, anticonceptivo, del positivismo más
encarnizado.
12/9/17
Derecho a la felicidad.
Inicio
una serie dedicada a la diabólica trinidad legal que forma la férrea dogmática,
tanto más insustancial cuanto más inflexible, de nuestra descreída época. Los
derechos naturales iban acompañados de los deberes de cada uno para con su
prójimo. El derecho a la vida arraigaba en el deber de no matar. El derecho a
la propiedad, en el deber de no robar. La obvia regla de oro de no hacer al
otro lo que no quiere uno para sí exigía descubrir en aquel el contorno del
propio rostro. El derecho positivo ha invertido los términos. Su ejercicio
requiere regular los deberes de los otros para con uno. Dado que toda
teleología ha desaparecido, la felicidad no es un estado que se alcanza tras
esfuerzos, renuncias y purificaciones que abarcan una vida, sino que es la
condición de posibilidad previa para que merezca la pena vivir. Debe ser
garantizada y repartida distributivamente, por razones (pre)políticas de paz
social. Una exigencia tan demencial de felicidad obliga a regular las
excepciones de las excepciones de la norma que, cancerosamente, descubre
angustiada la insatisfecha necesidad de su polimórfico deseo. Yo no soy otro.
El otro es mi amo.
11/9/17
Las reglas del juego.
En uno de
esos deliciosos arrumacos de complicidad
autocontradictoria que tanto les complace intercambiar, los filisteos han
citado cansinamente la réplica de Humpty Dumpty de que las palabras significan
lo que ellos quieren que signifiquen.
A través del espejo, en el país de sus maravillas, su condescendiente repulsa
del afán de la verdad, que a su juicio siempre ha escondido la totalitaria inseguridad
de la violencia, les devolvía hasta hace poco la imagen relativa de su insaciable vanidad. Ahora, sorprendidos y falsamente
escandalizados, descubren que, por haber aceptado pulpo como animal de
compañía, no es menos descabellado, y hasta mucho más razonable, promover la
adopción de ratas y chacales como mascotas. Basta pasearse por las redes
sociales para darse cuenta de que la vida resulta un juego cuyo movimiento no
es el de la rueda de la Fortuna medieval, sino el del tambor de un revólver
videodigital. Sus reglas son tan azarosas como implacables. Cambian a golpe
democrático de likes y retuits. No pretenden regular nada, sino
proporcionar el intenso placer de hacerlas funcionar como se incita a que
funcionen a cada instante. La santidad, por principio, es un crimen. El crimen,
según su valor, es santo. Game is over.
10/9/17
Obediencia debida.
Fosilizada
en el imaginario biempensante como un anatema, esta tétrica expresión pretende desactivar
las consecuencias de la frívola y trágica desobediencia a cualquier forma de
legalidad. Como tras su invocación se han solido atrincherar los canallas
cotidianos, sordos, ciegos y mudos a lo que no satisficiera sus intereses a cualquier precio, que cuanto más alto consideran que mejor debiera garantizar su impago,
toda deuda de obediencia con los principios sobre los que se asienta la tradición acumulada de los siglos es burlada en nombre de la desobediencia
debida, como un doble perfecto que
cubre a todo riesgo las fechorías contra el arte humano, precario e imperfecto,
de ordenar el caos que la técnica demoscópica regulariza en su igualitaria
descomposición. Como no existe más legalidad que la positiva y ésta, por
definición, carece de cualquier anclaje real que no haya sido meramente
construido, puede invocarse cualquier palabra (nación, cultura, lengua) como el
eructo esponjoso que nada significa y
que todo resuelve. Descontada por
retrógrada la autoridad, que remite a un acto original de creación, el ejercicio
del poder debe basarse en la usurpación de todo uso y de toda costumbre que conserven,
inermes y debidamente descapitalizados, cualquier resto de legitimidad.
9/9/17
Por imperativo legal.
Esta
fórmula describe, magistral y sintética, el triunfo institucional de nuestro
heroísmo tabernario. Debe expelerse con sonrisa condescendiente y desafiante, mientras
la parroquia arropa y jalea al atrevido milhombres que se jacta de (in)cumplir una obligación formal a cuyos beneficios no quiere renunciar. Recuerda al jaque
que, en medio de un alboroto o de una riña, al ser conminado a abandonar el
antro por cuatro grandullones, rezonga gesticulante que a él no le echa nadie,
sino que se va porque le da la gana. Aquí sucede al revés: el protagonista se pasa,
de momento y según le convenga, por el forro las condiciones de convivencia,
porque quien avisa no es no-traidor. La función pública
representa así el sueño dorado de nuestra piratería: la patente de
corso que a nada compromete a uno y que obliga a todos los demás. Por el fango se
revuelca, impúdica, la conciencia como si fuera una virgen lasciva y recosida que
ya nadie se cree. De acuerdo con la lógica de la no no contradicción, jurar o prometer por imperativo legal la
obligación que, guste o no, libremente se ha contraído, proclama la victoria
cínica y desalmada del perjurio como norma de conducta.
8/9/17
Acato, pero no comparto.
Como
niños malcriados -y tiránicos- que se revuelven descarados contra un prudente
castigo por una noche de farra que ha acabado en comisaría por embriaguez,
ingestión, quién sabe si tráfico, de sustancias tóxicas y exceso de velocidad, nuestros
políticos han adoptado, cínicos y viciados, esta muletilla cada vez que se
condena con piedad alguna de sus piadosas
irregularidades. En ella queda reflejado deslumbrante el matonismo de su
idiosincrasia filistea. Entre el abucheo alborotador y gamberro de la banda
adversaria, que, en el fondo, lo jalea, quien pronuncia esta frase da a
entender, con tono perdonavidas, que podría desobedecer, ya que “hecha la ley,
hecha la trampa”. Lo que hoy es, tal vez mañana no deba serlo, o al revés. Con carácter
retroactivo, por descontado. Puesto que no hay más ley que la positiva, pues la
naturaleza no tiene ningún derecho en nuestra sociedad, es lógico que hasta la
aplicación mecánica de cualquier norma pueda ser discutida. Que funcione
correctamente no significa, en sentido estricto, nada. Esta es la base del diálogo agotador de nuestra paródica
democracia: no acepto más legitimidad que la que me dé, de momento, la gana. De
la (i)legalidad ya nos pondremos de acuerdo en beneficio mutuo.
7/9/17
En sede parlamentaria, en sede judicial....
Mientras
que parece que la liturgia católica se afanase por disfrazarse de la falsa
naturalidad de un oficio profesional, la función civil gesticula pomposamente por
si cuela su falta de escrúpulos con el uso de una jerga diabólica de palabras
inconsistentes. Así, en lugar de acudir a un juzgado o a un parlamento, que un
sentido monárquico del gobierno sitúa en palacios, la estrafalaria combinación
mesócrata de nuestro republicanismo se refiere a ellos con la tortuosa
construcción sintáctica y semántica que nos ocupa. Con la mala conciencia de
haberse olvidado de ella -de la conciencia-, los filisteos quisieran apropiarse
de las solemnes hipóstasis de una trinidad gnóstica, bajo la forma de división
de poderes, con un chapucero complemento circunstancial del que haya que
suprimir todo determinante. Abstractas, gloriosas, inmarcesibles, la timba o la
lonja o el burdel en que han sido encarnados a mala fe los conceptos de
representación y soberanía se esfuerzan por rebañar los escasos efectos
digitales de una transfiguración ya muy distorsionada. La potestad de una
autoridad espiritual, alzada sobre una sedada imagen sedente, apenas puede
ocultar el “lugar donde tiene su domicilio una entidad económica, deportiva,
literaria, etc.”. Etcétera.
6/9/17
Fortalecer los valores de la democracia.
Con
boquita de piñón pronúnciense, en estado casi extático y con el ceño firme, las
palabras mágicas de transacción, pacto y consenso. A los filisteos se les han
empezado a atragantar. Con susto, con mala conciencia, suelen ahora añadir,
como coletilla, “y los principios”, a ver si pueden atemperar la rabieta
vociferante de sus conmilitones. ¿Qué ha llegado a significar un acuerdo sino
la tregua -el tiempo muerto- de la traición que funda la voluntad (inane) de
poder? Como observara Platón, la democracia, tras un breve interregno
anárquico, debe desembocar en la tiranía. El populismo refleja, exasperada e
iconoclasta, la trampa dialéctica, secularizada, de la Ilustración. No hay más
futuro que la supresión presente de toda estabilidad pasada. Nada brilla con
más fulgor simbólico que la oscuridad saqueada de Troya o la sangrienta
profanación romana de la República. No hay término medio. En la Revolución la
democracia muestra su ambiguo y real rostro. El término latino foedus, como adjetivo o como sustantivo,
encierra el inquietante sino de que la ciudad -el feudo- se edifica siempre para
protegerse de la acción criminal. Entre Caín y Abel la quijada del asno forja
los términos de la soberanía.
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