10/6/17

Todos somos iguales.


El principio civilizador de la lealtad mutua, que ha fundado el espíritu y la norma de cualquier grupo humano digno de sí, rezaba para cada individuo de este modo: “Como soy singular, deseo ser tratado como uno más”. En compensación, la mediocridad siempre había reclamado el ejercicio del privilegio. Fuera de sí, el igualitarismo moderno invierte la fórmula. “Como eres uno más, tienes derecho a ser tratado como un ser singular”. El privilegio se vuelve un derecho a fin de arrasar cualquier atisbo de igualdad natural. El antielitismo cultural elabora sin desmayo taxonomías más y más detalladas que hacen imposible la afirmación de la personalidad propia. Todo está catalogado, clasificado y disecado. La reivindicación de una soberanía histérica no tiene otro fin que calmar el espantoso vacío de la proscripción de toda identidad. Como no eres nada ni nadie, asume el género, la religión o la nación que quieras crearte y que, de inmediato, pasará a engrosar la inacabable lista que justifica la gestión de los enloquecidos mundos paralelos que encubre el atroz término de repositorio. Cuantas más alucinaciones proyectes en forma de realidad, más nivelado estará el mundo. ¿Qué otra cosa es la (in)justicia relativa sino la (des)igualdad absoluta?

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