23/4/17

Hay que ser razonable.


Dado que nuestra sociedad de filisteos envalentonados desecha la búsqueda de la verdad con gestos de hiena condescendiente, como si se tratase de una pretensión intolerante e intolerable, pero todavía legal, se entrega con exasperación bélica a tener siempre razón. Gritos, aspavientos, sonrisas o sofismas no son ya efectos retóricos para la puesta en escena de una discusión sobre puntos de vista contradictorios. Son de hecho las pruebas que (in)validan cualquier argumento. Es necesario que las posturas sean irreductibles y, si son radicalmente inconciliables, mejor. Se podrá así demostrar la disponibilidad a no parar de hablar hasta agotar la paciencia del contrincante. Se llama a esta técnica diálogo. Como la capacidad de resistencia suele estimularse por medios artificiales -porque la naturaleza es una mera construcción tan artificial como el artificio al cuadrado de nuestra conciencia-, el acuerdo razonable suele ser una tregua que difiera inacabablemente el comienzo de nuevas escaramuzas en forma de interpretaciones. No es extraño que a los populismos y otros milenarismos les repugne el pasteleo de los pactos. ¿A qué compromete jurar? ¿Qué certeza asegura la promesa? Como dijo Goethe, en el principio era la acción. Destronada y esclavizada, la palabra satisface sus orgías.

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