Este
grito de guerra, bárbaro, casi un aullido, ha convertido el vientre materno en
un espantoso campo de batalla. Tras todo embarazo se adivina una violencia
original, una condena, una opresión. El aborto, como arma de destrucción
individualmente masiva, es ateo. Fomentarlo sin tapujos sanciona un ajuste de
cuentas primordial, social, que debe parecer lo más benevolente, compasivo y
aséptico posible. Liberador sexualmente, en suma. Sádico, antipatriarcal, su
coherencia es aterradora. Tras despojar al hombre de su responsabilidad marital
y paterna y a la familia de su función natural y cultural, solo, al fin, el
cuerpo de la mujer, como un signo despojado de significado, mercancía sujeta al
precio de un mercado que debe ser regulado, funda el altar de un sacrificio
infernal ofrendado al eficaz Moloch del materialismo económico. En un sentido
escatológico, alumbrar se vuelve sinónimo de defecar. Reducida a cenizas, la
vida humana no escapa ni a la cuna ni a la tumba. Moloch introduce las garras
en sus entrañas para robarle su imagen divina. Arrebatada así la espada
flamígera al querubín del Paraíso, con sus chispas l@s bacantes que enarbolan
el estandarte de una decisión paritoria prenden fuego a la Creación entera.
30/3/17
22/3/17
Tú eliges tu identidad.
Ante
las polémicas de «género» que nos sacuden diariamente, observo con claridad
aterrada que no nos encontramos ante los albores de una nueva época, transhumana, rodeados de secuaces de
Prometeo a punto de robar el fuego de dios(@s) para entregárselo a los hombres
(y hasta a cuarenta y tantas identidades más, que no naturalezas), sino ante la
repetición escatológica de la escena del
conocimiento del bien y del mal en el Jardín: «seréis como Dios». A
Nietzsche, que juzgaba un malentendido cualquier moral que predicase el perfeccionamiento,
le habría enorgullecido -y enojado- saber que su diagnóstico profético ha
empezado a prescribirse con implacable aristocracia. Comoquiera que nuestra
época quiere librarse de Dios negando, con el género, la gramática de la Creación,
nuestras democracias han decidido imponer como ley a las mayorías el instinto
de unos pocos. Su lema soberano, demoníaco, es la respuesta desafiante a la voz
de la Zarza Ardiente: Yo soy el
que no soy. Abismales, se dedican a borrar con amoniaco el peso irrefutable
de nuestra Caída. Puesto que la felicidad se identifica con el instinto, hoy en
día el Ser debe re-presentarse en las
Redes Sociales, en el Quirófano y en el Registro Civil.
14/3/17
Activar protocolos.
Cada
vez que se produce un desastre natural o humano, previsible o imprevisto, da lo
mismo, pues el impacto mediático hurga en él voraz, nuestra sociedad filistea,
consciente de su angustiosa incompetencia crónica y de su neurótico afán
controlador, anuncia la puesta en marcha de nuevos protocolos, como si fueran
la pócima mágica -homeopática- que garantizase, como dicen sus adalides más
cursis, el equilibrio entre libertad y seguridad. Los nuevos protocolos, organizados según el esquema de aplicativos, no recogen ya las normas
que rigen una convivencia civilizada, consideradas hoy un freno hipócrita a la
expresión de una autenticidad perfectamente estandarizada, sino
que pretenden articular un conjunto más o menos sistemático de procedimientos y
reglas, a ser posible ligeramente arbitrarios, con los que poner en manos de
autoridades intermedias instrumentos de disuasión. Su eficacia es perfectamente
descriptible. Aumentan exponencialmente los casos de los comportamientos que se
quieren erradicar. Vgr. campañas de prevención de embarazos no deseados;
campañas de sensibilización frente a la violencia doméstica, etc. Los
protocolos, en fin, son a la ciencia social lo que la casuística a la moral. Cuando
funcionan, suelen suplir la decisión moral concreta por una justificación que
descargue de cualquier tipo de responsabilidad.
6/3/17
Tolerancia cero.
A JLC
Es
precisa una entonación sensata, contrita, engolada, básicamente hipócrita,
cuando se anuncia la firme intención a
posteriori de no permitir que ciertos comportamientos no azarosos entorpezcan la buena marcha de los negocios de
quienes detentan el nombre de las instituciones salpicadas. Las compungidas
lágrimas de cocodrilo que suelen surcar sus grotescas muecas pretenden, por
descontado, que se acepte, de buena fe, su
desconocimiento de los sucesos sistemáticos que hasta las paredes de piedras
denunciaban en voz alta. Deben extraerse jugosas lecciones de este lugar común.
Como nadie es intolerante, la tolerancia -cuyo uso en el mundo laico resulta
tan embriagador como en el eclesiástico el de la misericordia- admite grados cuya
pureza radica entre el cero y el infinito. La «tolerancia cero», oxímoron cursi
y despiadado, es el reverso de la tolerancia infinita. Es la máscara
polichinesca del relajo consentidor. Sirve de autodisculpa literalmente irresponsable
que cargue sobre las espaldas de inocentes el peso de un perdón pedido de forma
apresurada y cínica. Normalmente da pie a otro lugar común especialmente temible:
“Activaremos nuevos protocolos de
prevención”. Que consiste en ficharnos como chivos ideológicos de depredadores sexuales o de delincuentes económicos. ¿O acaso tenemos
algo que ocultar?
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